LA ORDEN VINO DE ARRIBA
Por: César Hildebrandt Ahora estarán frotándose las manos los que pedían sangre y fuego y restablecimiento del orden.
Para los pobres –incluidos los policías usados como carne de cañón- el “restablecimiento del orden” consiste en plomo a discreción y muerte difusa.
En el Congreso también debiera haber algunos arrepentimientos.
El de Velásquez Quesquén, por ejemplo, operador rastrero de los designios presidenciales dirigidos a imponer los decretos de urgencia que la Defensoría del Pueblo ya había considerado inconstitucionales.
¿Qué interés puede estar tan por encima del diálogo y la paz?
El interés de lo que John Dos Passos llamó “The big money”, título de su inmortal novela sobre ese capitalismo que todo lo devora.
¿Y por qué no funcionó la llamada Mesa de Diálogo presidida por el muy incompetente Yehude Simon?
Porque hubo mala fe de ambas partes. Tanto de Simon, encerrado en la loseta que García le ha puesto como destino y escenario, como de Alberto Pizango, ese misterio pétreo que no sabe de matices sino de victorias maximalistas.
Los irresponsables congresistas nacionalistas, que prefirieron un desayuno lento antes que estar a tiempo a la hora del debate, también han puesto su cuota.
Y el Apra, convertida en maquinaria presidencial y despojada de toda entidad partidaria, ha hecho lo suyo.
Al momento de escribir estas líneas ignoro, como todo el Perú, cuántos civiles han sido asesinados por las fuerzas del orden y cuántos cadáveres han sido ocultados o quemados al amparo del toque de queda.
Lo que sí sé es que once policías han caído cumpliendo la orden de despejar una carretera tomada hace demasiados días.
Y a mí que no me vengan con que hay muertes desdeñables ni cadáveres de segunda clase. Esos once policías son funcionarios públicos que han sido asesinados. Y lo lamento y esas muertes me duelen.
Pero el paro de la selva, desatendido por el gobierno, era y es un paro político. Y en la selva los llamados “indígenas” –los que estuvieron antes que nosotros, cuando el Perú era una inmensa arboleda y algunos puñados de cazadores- están hartos de Lima, del gobierno, del Estado, de la autoridad.
Nada justifica el asesinato de los policías. Pero nada atenúa la responsabilidad de Alan García de haber dado la orden de “limpiar el puente y la carretera” justo 24 horas después de que el Congreso, sometido a sus órdenes, se burlara de la selva postergando el debate del decreto de urgencia 1090.
Quiso el Congreso, en provocación extrema, que el decreto 1090, ya señalado como inconstitucional por la propia Comisión de Constitución, no fuese derogado, como correspondía, sino derivado a la agenda de la Mesa del Diálogo. Y la Mesa del Diálogo había dejado de existir.
De modo que esa burla se convirtió en furia amazónica, en clamor exacerbado y en grito de guerra.
Yehude Simon, a pesar de su aciago papel, no puede cargar con todas las culpas. El responsable de esta tragedia se llama Alan García.
Es el mismo Alan García fuera de sí que alguna vez ordenó la matanza de los penales. El mismo Alan García que traicionó en paquete sus promesas electorales y gobernó sentándose a la diestra de Lourdes Flores.
Pedir la renuncia de Yehude Simon es fácil. Responsabilizar únicamente a Mercedes Cabanillas es un gesto insuficiente y radicalmente injusto.
Quien exigió que la autoridad se impusiese acribillando a quien fuera necesario es Alan García. Y la primicia la dio el diario “Correo” hace unos días. En efecto, en su sección de datos breves “Correo”, informado sin duda desde Palacio, festejó el hecho de que, en una sesión de gabinete, la ministra Cabanillas fuera amonestada “casi a gritos” por su “debilidad” en el caso del paro selvático.
Muy bien. Lo que se llamaba, desde la impaciencia presidencial, “debilidad” era prudencia y humanidad. Lo que García ha vuelto a imponer es su estilo. Su ensangrentado estilo.
La ministra Cabanillas debería renunciar. Yehude Simon debería apartarse. García tendría que quedarse con sus incondicionales.
Azuzar a la población es irresponsable y, en el fondo, criminal. Si la oposición existiese de un modo menos inorgánico, tendría que apostar por la derogatoria inmediata de los decretos venales de García, la restauración del diálogo y la demanda del enjuiciamiento de todos –repito: de todos- los culpables.
En la historia de la injusticia peruana, ¿a cuántos lutos nos someteremos antes de admitir que cuando el orden significa matanza y desvarío es que el orden no vale la pena? ¿No ha escuchado García la frase aquella de que la nobleza consiste en tener la fuerza para no tener que emplearla?
GARCÍA, A SANGRE FRÍA
Por: César Lévano Alan García ha vuelto a manchar de sangre sus manos, esas manos que ordenaron la matanza de El Frontón y firmaron en su actual período el decreto que permite a las fuerzas del orden abrir fuego contra civiles y les garantiza impunidad.
Yehude Simon, el secuaz, reveló ayer, en conferencia de prensa, el origen de la tragedia: “Teníamos que imponer el orden y la disciplina”, dijo. Mercedes Cabanillas lo confirmó a Canal N: “Era necesario restablecer el orden”.
Periodistas enviados a Bagua establecen este cronograma: primero, algunos policías emboscan y disparan contra rebeldes; luego, algunos nativos arrojan sus lanzas contra aquellos, y los matan. Después se apoderan de las armas de los caídos y con ellas contraatacan.
Es evidente que la orden de emplear la violencia contra el pueblo amazónico provino de Palacio, con la complicidad de Yehude Simon, presidente del Consejo de Ministros, y de Mercedes Cabanillas, ministra del Interior.
A Simon, en días en que era propagandista furioso del MRTA, no le tembló la mano cuando, en una sesión documentada, condenó a muerte a un militante que había llegado a la conclusión de que la lucha del pueblo no iba por la ruta de las armas.
Ahora, Simon, convencido de que el poder no nace del fusil, cree que el fusil nace del poder y que el poder lo puede todo.
En el conflicto hay un problema de fondo: los Decretos Legislativos que, con el fin de aplicar el TLC con Estados Unidos, pisotean intereses del país y de los nativos de la selva.
El ministro del Medio Ambiente se desgañita repitiendo que los nativos pueden ser dueños de tierra superficial, pero no del subsuelo, que es de todos los peruanos.
Pero es evidente que la actividad petrolera puede afectar la propiedad y la vida de los nativos, sobre todo si envenena ríos y arrasa suelos.
Puede, decimos, en un régimen entreguista y corrupto como el actual, bajo el cual se concede todo, sin condiciones, a las transnacionales.
Sabido es que la gran minería y las empresas de hidrocarburos aplican en sus países de origen tecnologías que preservan al máximo el medio ambiente y la biodiversidad. Acá, algunas empresas concesionarias de la selva se declaran dispuestas a negociar con los nativos.
Frente a la matanza desatada por orden de Alan García hay que decir con claridad: estamos gobernados por políticos que no calculan las consecuencias de sus actos.
La selva no es un pueblo joven indefenso. Tampoco es el campo de maniobra de un manípulo de agitadores. Es una región abandonada por siglos, despreciada por las maniobras criollas del Congreso y que no se va a rendir mediante balazos, represión de sus líderes o prisión de Alberto Pizango, dirigente reconocido y admirado por los amazónicos y todo el pueblo.
La selva es inmensa y allí todas las armas resultan cortas.