Por: Cesar Hilderbrandt
Fuente: Diario La Primera
Me siguen preguntando en la calle, generalmente con buena fe: ¿Cuándo regresa usted a la tele?
Creen que de mí depende.
Y creen también que estoy desesperado por volver al asunto de las luces, los coordinadores, los reportajes recién terminados de editar.
No saben lo tranquilo que me siento escribiendo esta columna que Arturo Belaunde tuvo a bien devolverme hace unos días, volviendo a la radio desde el próximo martes, leyendo dos libros por semana, yendo a ver el cine que nos gusta –que no es el cine idiota norteamericano–, dedicado al tan desatendido arte de vivir.
Veo la tele peruana de señal abierta a veces y tengo la sensación de que es una casa matriz con distintas sucursales numéricas. Porque las sucursales dicen las mismas cosas, censuran a la misma gente, guardan los mismos silencios.
Y se callan sobre todo en torno a “la ley patriótica” que Alan García ha puesto en vigencia sin haberla promulgado. Esa ley que nadie ha escrito pero que casi todos acatan y que le permite al ambiguo juntacadáveres que hace de ministro del Interior seguir en su puesto y seguir dando náuseas. Esa ley que ha impuesto el fascismo balbuceante del jefe de la policía, que se atreve a acusar sin pruebas, condenar sin jueces y detener a militantes de izquierda que han decidido hacer política abierta. La ley que le permite a los cerdos del hortelano ver a las FARC en el norte, cruzando Aguas Verdes; en el Putumayo, yendo y viniendo de Colombia; en Iquitos, “exacerbando” los ánimos; en el sur, detrás del presidente regional de Puno, calumniado por el ex agente de la CIA Luis González Posada; en Pichanaki y en Andoas, alentando reclamos territoriales y comuneros. ¡Pero si parecemos gobernados por las FARC!
Ese facho con uniforme de general de la Policía ha decidido que pensar distinto es pasible de cárcel. Y ha metido presos a estudiantes que, hartos de este sistema que convierte en general a cualquiera, apuestan por una opción radical y desarmada.
Y nadie dice nada. Y la tele es la que más dice nada. Claro, si yo volviera a la tele no me quedaría callado ni haría de gallinita ciega como la hija del Piojo ni me disfrazaría de idiota para hacer juego con Miyashiro, como tiene que hacer cada noche el muy talentoso Beto Ortiz (que ignora que su trabajo de fritanguista en Nueva York tenía muchísima dignidad, si de comparaciones se trata). Bueno, el asunto es que la tele noticiosa y periodística es hoy en el Perú el spá de Alan García, la adormidera perfecta, la lobotomía ambulatoria. Y no sólo respecto de lo que está pasando en el Perú. Su amarillismo es ecuménico y sus productores suponen que el mundo es el par de notas aparatosas que propalan cada vez que un diputado le pega a otro en el parlamento de Taiwán o cada vez que una niña como Madeleine desaparece de un centro turístico.
Se diría que la TV nacional es idiota por un imperativo de codicia. Si no lo fuera, entonces la SUNAT, que es chaira de Palacio, le cobraría a Ivcher los 54 millones de soles que se niega a pagar. Y Genaro dejaría de ser el ilegal administrador judicial que es. Y el Porfirio Díaz de la chingada antena no podría haberse apoderado de dos canales peruanos (el 9 y el 13). Y Canal 4, que es tan valiente con el personal de servicio del gobierno, quizás se saldría de la pesada gravedad del diario al que pertenece. Pero entonces tendríamos una TV sintonizada con algunos malestares sociales. Y eso es algo que el doctor García, que pregunta por mí cuando cree que ya no voy a regresar, jamás permitirá.
Un amigo más o menos común me ha dicho que el doctor García me odia visceralmente desde que puse bajo la luz pública a su encantador último hijo. Me parece muy bien: es su derecho odiar. Lo que no me parece tan bien es que ese odio trascienda los linderos de Palacio, los límites de su alcoba, y llegue hasta la gente que quisiera apoyarnos en radio San Borja y que no lo hace porque está asustada, porque le han dicho que si pone un auspicio le caerá la autoridad tributaria que no le cobra a Genaro ni un solo centavo, porque ha recibido una llamada telefónica de un amigo próximo a los altos niveles.
Hace días, Mirko Lauer tuvo a bien preguntarse por qué un empresario liberal no se animaba a ponerme en pantalla. Aquí va un ensayo de tardona respuesta: primero, porque no hay empresarios liberales cercanos a la TV; segundo, porque el odio presidencial de García resulta decisivo. Ni con Fujimori estuvo la TV peruana tan agachada y puta.
Posdata: Al cierre de esta columna me llega una noticia alentadora: Miguel del Castillo, hijo predilecto de don Jorge del Castillo, coanimará un programa político que Canal 11 transmitirá los domingos por la noche. ¡La TV nacional empieza a desapristizarse!
Creen que de mí depende.
Y creen también que estoy desesperado por volver al asunto de las luces, los coordinadores, los reportajes recién terminados de editar.
No saben lo tranquilo que me siento escribiendo esta columna que Arturo Belaunde tuvo a bien devolverme hace unos días, volviendo a la radio desde el próximo martes, leyendo dos libros por semana, yendo a ver el cine que nos gusta –que no es el cine idiota norteamericano–, dedicado al tan desatendido arte de vivir.
Veo la tele peruana de señal abierta a veces y tengo la sensación de que es una casa matriz con distintas sucursales numéricas. Porque las sucursales dicen las mismas cosas, censuran a la misma gente, guardan los mismos silencios.
Y se callan sobre todo en torno a “la ley patriótica” que Alan García ha puesto en vigencia sin haberla promulgado. Esa ley que nadie ha escrito pero que casi todos acatan y que le permite al ambiguo juntacadáveres que hace de ministro del Interior seguir en su puesto y seguir dando náuseas. Esa ley que ha impuesto el fascismo balbuceante del jefe de la policía, que se atreve a acusar sin pruebas, condenar sin jueces y detener a militantes de izquierda que han decidido hacer política abierta. La ley que le permite a los cerdos del hortelano ver a las FARC en el norte, cruzando Aguas Verdes; en el Putumayo, yendo y viniendo de Colombia; en Iquitos, “exacerbando” los ánimos; en el sur, detrás del presidente regional de Puno, calumniado por el ex agente de la CIA Luis González Posada; en Pichanaki y en Andoas, alentando reclamos territoriales y comuneros. ¡Pero si parecemos gobernados por las FARC!
Ese facho con uniforme de general de la Policía ha decidido que pensar distinto es pasible de cárcel. Y ha metido presos a estudiantes que, hartos de este sistema que convierte en general a cualquiera, apuestan por una opción radical y desarmada.
Y nadie dice nada. Y la tele es la que más dice nada. Claro, si yo volviera a la tele no me quedaría callado ni haría de gallinita ciega como la hija del Piojo ni me disfrazaría de idiota para hacer juego con Miyashiro, como tiene que hacer cada noche el muy talentoso Beto Ortiz (que ignora que su trabajo de fritanguista en Nueva York tenía muchísima dignidad, si de comparaciones se trata). Bueno, el asunto es que la tele noticiosa y periodística es hoy en el Perú el spá de Alan García, la adormidera perfecta, la lobotomía ambulatoria. Y no sólo respecto de lo que está pasando en el Perú. Su amarillismo es ecuménico y sus productores suponen que el mundo es el par de notas aparatosas que propalan cada vez que un diputado le pega a otro en el parlamento de Taiwán o cada vez que una niña como Madeleine desaparece de un centro turístico.
Se diría que la TV nacional es idiota por un imperativo de codicia. Si no lo fuera, entonces la SUNAT, que es chaira de Palacio, le cobraría a Ivcher los 54 millones de soles que se niega a pagar. Y Genaro dejaría de ser el ilegal administrador judicial que es. Y el Porfirio Díaz de la chingada antena no podría haberse apoderado de dos canales peruanos (el 9 y el 13). Y Canal 4, que es tan valiente con el personal de servicio del gobierno, quizás se saldría de la pesada gravedad del diario al que pertenece. Pero entonces tendríamos una TV sintonizada con algunos malestares sociales. Y eso es algo que el doctor García, que pregunta por mí cuando cree que ya no voy a regresar, jamás permitirá.
Un amigo más o menos común me ha dicho que el doctor García me odia visceralmente desde que puse bajo la luz pública a su encantador último hijo. Me parece muy bien: es su derecho odiar. Lo que no me parece tan bien es que ese odio trascienda los linderos de Palacio, los límites de su alcoba, y llegue hasta la gente que quisiera apoyarnos en radio San Borja y que no lo hace porque está asustada, porque le han dicho que si pone un auspicio le caerá la autoridad tributaria que no le cobra a Genaro ni un solo centavo, porque ha recibido una llamada telefónica de un amigo próximo a los altos niveles.
Hace días, Mirko Lauer tuvo a bien preguntarse por qué un empresario liberal no se animaba a ponerme en pantalla. Aquí va un ensayo de tardona respuesta: primero, porque no hay empresarios liberales cercanos a la TV; segundo, porque el odio presidencial de García resulta decisivo. Ni con Fujimori estuvo la TV peruana tan agachada y puta.
Posdata: Al cierre de esta columna me llega una noticia alentadora: Miguel del Castillo, hijo predilecto de don Jorge del Castillo, coanimará un programa político que Canal 11 transmitirá los domingos por la noche. ¡La TV nacional empieza a desapristizarse!
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