No soy amigo, ni admirador, ni siquiera simpatizante del periodista César Hildebrandt. Aun así, su columna me resultaba el principal argumento para visitar La Primera. Ahora me dicen que Hildebrandt partió porque el diario izquierdista no tenía manera de pagarle. Con lo cual por el momento Hildebrandt sale de las pantallas del radar periodístico.
Es muy extraño que el periodista que consistentemente gana las encuestas del who is who profesional haya llegado al desempleo. Algunos dicen que ese es un comentario sobre su personalidad. Probablemente sí, o también. Pero no hay manera de que no sea también un comentario sobre los propietarios de los medios audiovisuales en el Perú.
Puede haber una familia de la TV o radio que deteste a Hildebrandt al grado de excluirlo de toda contratación. ¿Pero todas? El periodista mismo ha opinado que su veto llega de las alturas de Palacio, y de allí se expande por todo el ansioso negocio de la noticia. Aunque la idea de un Palacio que influye incluso en los opositores es complicada, no imposible, de entender.
Todavía está fresca la conversación de un fluctuante propietario de canal con Vladimiro Montesinos ofreciendo la cabeza parlante de Hildebrandt a cambios de favores varios. De modo que la idea de presiones políticas, no necesariamente o no solo de Palacio, para mantener periodistas fuera del aire no es tan exótica como piensan algunos.
Pero quizás no se necesita poderes o conspiraciones oficialistas para explicarse el ostracismo de Hildebrandt. Cada vez más los dueños de medios en el Perú se han ido acostumbrando a trabajar menos con periodistas y más con locutores. Un Hildebrandt que ha hecho del desafío (incluso al propietario del medio) su razón de ser puede resultar incómodo.
Hay en todo esto algunas lecciones importantes. Una de ellas es que el espacio audiovisual local es más uniforme de lo que parece, que ya es mucho, respecto de qué quiere y qué no. Como en la frase atribuida al columnista Walter Lippman, cuando todos están pensando parecido, nadie está pensando demasiado. Más todavía cuando los principales avisadores piensan todo parecido.
Desde el punto de vista de la Ley de Sociedades Mercantiles las empresas están en su derecho de contratar a Hildebrandt o no. Desde el punto de vista del servicio al público, una hipotética asociación de usuarios de TV (i.e. la opinión pública) algo tendría que decir sobre esta aparente debilidad de la libre competencia.
¿Podrá esta situación de rostro casi monopólico cambiar cuando la TV digital multiplique los canales dentro de poco? No si los nuevos canales van a las mismas manos o si solo pasan a manos del Estado que amablemente concede las licencias. ¿Existe el empresario liberal dispuesto a contratar a Hildebrandt en su canal a pesar de discrepar con sus ideas y su estilo?
Mirko Lauer
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